Para los más frikis (como yo), lo siento, pero no se trata del famoso enano Gimli. En esta historia, el Planeador de Gimli hace referencia a un pequeño pueblo canadiense en cuyo aeródromo aterrizó casi milagrosamente todo un B-767 que se había quedado sin combustible en pleno vuelo. Recuerdo que esta historia nos la contó en primero de carrera el profesor de la asignatura de Química. Su objetivo era que nos quedase bien claro que en cualquier problema de ingeniería, es de vital importancia utilizar siempre las unidades correctas.
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Así empezó todo: un pequeño error de cálculo
Esta historia ocurrió en junio de 1983. Un Boeing 767 de Air Canada estaba siendo revisado en Edmonton tras haber sufrido anteriormente algunos problemas con el sistema que medía la cantidad de combustible. No obstante, por aquel entonces tampoco era necesario que dicho sistema funcionase perfectamente: si algo fallaba, simplemente se estimaba de forma manual la cantidad de fuel que se introducía en el avión y listo.
«Así pues, se equivocaron al convertir el peso a litros y en lugar de cargar 23.000 kilogramos cargaron 23.000 libras de combustible»
Para volar desde Edmonton a Montreal, los pilotos calcularon que necesitarían unos 22.300 kilogramos de queroseno. Pero para poder entenderse con los operarios, necesitaban convertir esa cantidad a litros. Pese a que revisaron los cálculos varias veces, nadie se dio cuenta del garrafal error que cometieron. Hasta entonces, casi todos los aviones utilizaban las libras y no los kilos para medir la cantidad de combustible. Así pues, inconscientemente, se equivocaron al convertir el peso a litros y en lugar de cargar 23.000 kilogramos cargaron 23.000 libras de combustible, lo que equivale únicamente a unos 10.115kg.
En otras palabras, cuando el avión despegó de Edmonton cargaba menos de la mitad del combustible que necesitaba. Aquí ya se puede intuir la gravedad del problema, ¿verdad?

El vuelo 143 de Air Canada
A mitad del trayecto, una alarma sonó indicando que el caudal de combustible del motor izquierdo estaba perdiendo presión. Los pilotos pensaron que se trataba de un problema con la bomba y no le dieron más importancia. Sí, el motor izquierdo se había apagado, pero todo parecía indicar que iban a poder aterrizar sin mayores problemas.
No obstante, una segunda alarma empezó a sonar alertando de que no llegaba combustible tampoco al motor derecho. Repentinamente, el segundo motor también se apagó y el avión perdió toda su capacidad propulsiva. Cuenta la historia que en los registradores de vuelo se escucha perfectamente cómo la cabina se queda súbitamente en el silencio más absoluto. Silencio solamente roto por un «fuck» del comandante.
Al haber perdido los motores, la mayor parte de los instrumentos de vuelo se apagaron, dejando únicamente algunos medidores básicos para el vuelo. Los pilotos hubieran perdido también el control de la aeronave si no llega a ser porque los motores siguieron girando por el impacto con el aire, proporcionando una pequeña cantidad de energía. De lo contrario, los sistemas hidráulicos hubieran dejado de funcionar y el avión hubiera sido inmanejable.
Como curiosidad, se dice que los pilotos sacaron rápidamente el manual del avión para ver qué se debía hacer en caso de fallo total de motor. Se debieron quedar pálidos al descubrir que esa situación no se contemplaba en ninguna parte.
Y así se convirtió en el Planeador de Gimli
El final de la historia no parecía nada halagüeño. Pero ahí estaba el comandante, que había sido piloto de planeadores y supo mantener el avión en una trayectoria de descenso óptima para intentar un aterrizaje de emergencia. El objetivo era llegar a Winnipeg, pero estaban perdiendo altitud demasiado rápido. Pero cuidado, no penséis que caían a plomo. Los aviones comerciales tienen una gran capacidad de planeo, así que perdían «solo» 1.5 kilómetros de altura por cada 18km que recorrían.
De esta manera, la solución más apropiada parecía intentar aterrizar en la antigua base aérea de Gimli, a la que sí podían llegar. El único problema era que la base había sido abandonada, las pistas habían sido convertidas en una especie de circuito de velocidad y justamente aquel día había un gran pícnic al que había acudido mucha gente.

Para terminar de rematar el asunto, los pilotos no consiguieron bajar el tren de aterrizaje del morro, ya que habían perdido en gran medida los sistemas hidráulicos. Además, al ir perdiendo velocidad los motores giraban cada vez más despacio, disminuyendo la energía generada y reduciendo la efectividad de los mandos.
Contra todo pronóstico, el piloto consiguió aterrizar en el primer y único intento que tenía. Tras ir arrastrando el morro del avión por la pista, el aparato finalmente se detuvo y nadie resultó herido, ni pasajeros, ni miembros de la tripulación ni domingueros que pasaban por allí. Aquel Boeing 767 fue entonces bautizado como el Planeador de Gimli.
Sin duda una historia asombrosa, ¿no os parece?
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